miércoles, 1 de octubre de 2025

Trump, contra la democracia: claves de un asalto para controlar EE UU

 En menos de nueve meses, el Gobierno de Donald Trump ha atacado todo lo que permite que Estados Unidos funcione: de las libertades civiles a las universidades, pasando por servicios básicos como la sanidad, mientras usa a los inmigrantes como chivo expiatorio. Todo en un momento de violencia política, con el asesinato de Charlie Kirk, que Trump intenta usar para atacar, en especial, la libertad de prensa


Aunque parezca mentira, la segunda Administración de Trump empezó hace casi nueve meses. A un ritmo frenético, y de forma sistemática, ha ido atacando todo lo que hace que este país funcione: los inmigrantes, las libertades civiles, las universidades, la libertad de prensa, los medios, los reguladores independientes, la ayuda al Desarrollo o la financiación de servicios básicos como Medicaid, por citar algunos objetivos recientes.

En el camino, la frustración, el hastío y la angustia van conquistando la república. La frustración domina entre gran parte de los votantes que apoyaron a Trump para reflotar una economía que pensaban en crisis cuando funcionaba razonablemente, pero que presenta ahora síntomas de estanflación. La complicidad activa con el genocidio en Gaza se cuestiona poco y la deshumanización del diferente como estrategia política ha encontrado en los inmigrantes su particular enemigo interior.

El hastío con decisiones arbitrarias (cuando no ilegales) deja paso a un cierto distanciamiento como forma de evitar reflexiones incómodas sobre el proceso que ha llevado a una de las democracias más dinámicas del mundo a autolesionarse. La angustia, por contra, no para de crecer incluso entre aquellos que deciden retirarse a sus torres de marfil a esperar a que, con un poco de suerte, escampe en las elecciones de medio mandato, en noviembre de 2026. El repunte de la violencia política crea nuevos mártires, como ha ocurrido recientemente con Charlie Kirk. El ruido aumenta la sensación de crisis de régimen.

La estupefacción creciente con la democracia en América refleja la necesidad de revisar algunas preconcepciones. Me centraré en dos. La primera tiene que ver con la percepción de la evolución histórica de la democracia en Estados Unidos. Se olvida con frecuencia que la democracia “más antigua del mundo” ni es tan democrática ni es tan antigua. La Constitución de 1787 fue diseñada para limitar el riesgo de una supuesta “tiranía de la mayoría’’. Sus complejos mecanismos, como la elección del colegio electoral o el equilibrio entre la representación ciudadana en la Cámara de Representantes y la territorial en el Senado, han servido para limitar el alcance político de los cambios sociales y, en cuestiones raciales, para perpetuar la exclusión efectiva del demos de la minoría afroamericana hasta bien entrados los años sesenta del siglo XX.

Desde esta perspectiva, la democracia en Estados Unidos es relativamente joven y muchas de sus élites están todavía aprendiendo a digerir la idea de que perder elecciones e influencia forma parte del juego. Convendría no confundir los mitos que sobre sí misma proyecta la democracia estadounidense con la realidad, ni transformar la belleza normativa de los textos fundadores de la república en análisis empíricos.

Cabe recordar que en la historia política de EE UU la política normal es la excepción. La violencia política alcanzó sus niveles más altos precisamente durante la culminación del proceso de democratización en los años sesenta, incluyendo linchamientos raciales en una fecha tan tardía como 1964. En ese momento comenzaba un reagrupamiento clave en la estructura de las coaliciones en el país, con el Sur abandonando su tradicional alianza con el Partido Demócrata como respuesta a los logros del movimiento por los derechos civiles. A ello siguieron la expansión del gerrymandering, la práctica de manipular las fronteras de los distritos entre censos para minimizar pérdidas de votos, la reducción de plazas en la Administración para evitar la entrada de funcionarios negros, y la brutal expansión del sistema carcelario para anular de facto el sufragio de la minoría negra a través de la aplicación excesiva del derecho penal. Al no poder manipular el demos vía restricciones raciales explícitas, se optó por el derecho penal.

La imagen es clara: a una parte no menor de las élites en EE UU solo les gusta la democracia si la pueden capturar para sus propios intereses. De otro modo, es algo molesta, y no dudan en estirar la cuerda hasta el límite para preservar su poder. Vemos un ejemplo aún reciente en la resolución de las elecciones del año 2000, donde un Tribunal Supremo previamente renovado certificó un recuento vigilado de cerca por Jeb Bush, gobernador de Florida y hermano de uno de los candidatos. En aquel momento, Trump era un ferviente demócrata, Al Gore aceptó su derrota frente a George W. Bush y el sistema, con unos consensos ya tocados por la primera ola de polarización liderada por Newt Gingrich, resistía.

La segunda idea en discusión tiene un origen más académico: las democracias ricas tienen, según los datos disponibles, una probabilidad muy baja de derrumbarse. Estados Unidos sería una democracia demasiado rica para quebrar a pesar incluso de sus elevados niveles de desigualdad. La idea es que las élites se benefician de un sistema que no las grava demasiado y los estratos inferiores se benefician de una economía dinámica y un Estado de bienestar que reduce su pulsión revolucionaria. En este contexto, tanto la sociedad civil como las élites económicas, militares y judiciales bloquearían cualquier intento ilegal de cambio de régimen. A diferencia de los treinta, no lo ven necesario. Sabiendo esto, los líderes rara vez se atreven a desafiar el sistema, y si lo hacen, fracasan. El asalto frustrado al Capitolio en enero de 2020, instigado por Donald Trump, es perfectamente compatible con este análisis. Los acontecimientos desde enero de 2025 invitan a reducir el optimismo. ¿Por qué esa sensación reciente de que todo puede ceder ante las estridencias y abusos de un autócrata vocacional? ¿De dónde viene la aparente fragilidad de la democracia “más antigua” y más rica del planeta?

Tanto las bases ideológicas del movimiento MAGA, en particular el nacionalismo supremacista blanco cristiano, como la tentación populista y su concepción instrumental del poder tienen raíces profundas. La pregunta es por qué el Partido Republicano ha renunciado a su obligación constitucional de controlar los abusos de poder de un Ejecutivo que desafía la Constitución por decreto. Y por qué una buena parte de las élites económicas, de momento, se aviene a contemporizar con Trump.

Parte de la explicación radica en que en EE UU se da una combinación de factores que hace que el ataque a los derechos civiles y los procedimientos democráticos sea particularmente extremo: un sistema bipartidista en el que la polarización ha reducido la capacidad de control de medios, jueces y, sobre todo, del Legislativo. El impacto territorial del cambio tecnológico y sus implicaciones políticas ayuda a entender estos factores que intensifican el alcance de la crisis frente a otros contextos donde fuerzas de similar perfil ideológico tensan las reglas en beneficio propio (España incluida). Como muestran los análisis especializados, la mayoría del crecimiento demográfico y económico desde 1990 se concentra en unas pocas áreas metropolitanas que albergan centros de innovación, empresas y universidades. Son áreas como Silicon Valley, Boston o Seattle. Monopolizan patentes, atraen cada vez más gente (joven y con alto capital humano) y su renta per capita crece mucho más que la del resto del país. En el otro extremo de la escala de prosperidad está una masa de condados rurales donde la renta y la población apenas crecen. Y en medio, una red de zonas suburbanas que sirven como áreas de servicio a los polos de innovación.

Una manifestación en Washington el pasado 19 de septiembre. El cartel dice: "La democracia no tiene reyes",

Sobre esta base la polarización es a la vez económica, política y social. Los demócratas se concentran principalmente en los polos de innovación. Los republicanos se nutren en gran medida de condados rurales en retroceso. Como ha mostrado el politólogo de la Universidad de Stanford Jonathan Rodden en un estudio reciente, estas últimas zonas sobreviven principalmente gracias al presupuesto federal que se financia vía impuestos sobre las zonas más dinámicas donde se concentran los demócratas. La distancia entre los dos electorados es cada vez mayor y esto se traduce a su vez en la selección de élites y en la capacidad de Trump como líder populista para mantenerlas en línea mientras socava la democracia. De hecho, la polarización educativa ha llegado al Congreso: en las últimas décadas, el porcentaje de diputados republicanos que se licenciaron en universidades de élite ha bajado del 40% al 15%. En el caso de los senadores, del 55% al 35%. Por el contrario, el porcentaje de representantes demócratas salidos de centros de élite crece ligeramente a partir de un nivel inicial del 45%-50%. A medida que la afinidad social entre partidos decrece, la posibilidad de alianzas entre partidos en defensa de las instituciones decrece. Si el “otro” es percibido como una amenaza de mal gusto o un esnob incapaz de entender a la verdadera América, todos se lo piensan mucho antes de romper filas, por muy obsceno que sea el comportamiento del Ejecutivo.

Este mecanismo se refuerza por la forma en que la particular forma de presidencialismo MAGA ha alterado el funcionamiento del sistema de representación. La política en Estados Unidos es hoy un fenómeno mucho más nacional que nunca. Las elecciones de senadores o las primarias para elegir candidatos al Congreso están muy condicionadas por la capacidad de Trump para orientar filias, fobias y fondos de campaña, y desviar la atención de los problemas de cada Estado o distrito. Lo hace de forma directa con los republicanos y de forma indirecta con los demócratas al facilitar la entrada de candidatos más a la izquierda que cuestionan la tibieza del liderazgo demócrata, como en las primarias a la alcaldía de Nueva York, en las que el progresista Zohran Mamdani derrotó al exgobernador Andrew Cuomo.

Lo hace a través de dos instrumentos: la movilización de un nacionalismo supremacista cristiano (que, paradójicamente, atrae incluso a sectores de voto latino) y la movilización del dinero leal en campaña. El primero convierte cualquier acercamiento al rival político en una ofensa a Dios y a la patria; el segundo castiga económicamente la deslealtad. Así quiebra un mecanismo de control fundamental en sistemas mayoritarios y presidencialistas: la capacidad del Legislativo para controlar al Ejecutivo, en particular en el uso del dinero o en la selección de la cúpula del poder judicial. Preocupados por su propia supervivencia, congresistas y senadores renuncian a su papel central y permiten al Ejecutivo romper los equilibrios y controlar la composición del árbitro final en el país, el Tribunal Supremo. Las intervenciones a demanda de este último frente a los jueces federales son un factor de preocupación adicional que se suma a la connivencia de las grandes tecnológicas con el Gobierno.

La connivencia en algunos casos es entusiasta (Bezos parece aspirar a que Amazon sustituya al servicio postal); en otros, algo más resignada. Pero lo que todos comparten es una dependencia de la capacidad regulatoria del Estado. Trump lo sabe y ellos también. Trump depende de su complicidad para mantener la difusión de su particular estrategia discursiva; ellos dependen de Trump para preservar sus privilegios oligopolistas y protegerse de intervenciones correctoras desde Europa. La misma dependencia, regulatoria y fiscal, hace que las universidades, con Harvard como honrosa excepción, hayan optado por la diplomacia blanda y tratar de rebajar el golpe a la espera de tiempos mejores. Tardarán en llegar. El asesinato de Charlie Kirk y su elevación a mártir de la causa ha dado paso a un ataque frontal a las libertades civiles, en particular la de prensa. Ha habido respuesta y Jimmy Kimmel está de vuelta, pero los ataques persistirán y con ellos la preocupación sobre la democracia y su salud. Creo que seguiremos instalados en este pantano político y emocional una larga temporada, pero también creo que es algo pronto para dar por muerto al correoso sistema político americano.

Las consecuencias de la política económica ya se notan en áreas que esperaban lo contrario de Trump y algunos demócratas empiezan a dar señales de vida. Las muestras de desacuerdo con políticas como la inmigración o los aranceles se acumulan en las encuestas en las que incluso una proporción elevada de votantes republicanos afirman que el país va en la dirección equivocada. Y la sociedad civil, a un ritmo más lento, empieza a organizarse con vistas a noviembre de 2026. Si los demócratas y votantes republicanos moderados que se quedaron en casa en 2024 se suman a los muchos desencantados que aparecen en las encuestas, el cambio en el Congreso puede bastar para que recupere su papel de contrapeso frente al Ejecutivo. Llegado ese escenario, Trump estará en una posición más débil para intentar prolongar su mandato. Es probable que intente otra vez alterar el proceso político incluso de forma violenta con su policía paralegal, pero no es evidente que lo consiga. La lealtad a Trump es ideológica entre muchos votantes rurales, pero puramente instrumental entre amplios sectores suburbanos, y en muchas élites políticas y económicas. En cuanto perciban fragilidad, redescubrirán los beneficios de la lealtad constitucional. Lo mismo podría ocurrir dentro del Partido Republicano. Una parte importante de sus líderes recuerda al politburó del Partido Comunista soviético: leales, ocultando sus preferencias, y esperando a que desaparezca el control del líder para mover ficha. Como en todo movimiento populista, la dependencia del líder es un factor de fragilidad a medio plazo.

La coalición trumpista tiene por tanto una ventana breve para consolidar el control del Estado y asegurar su hegemonía. Anticipando esta posibilidad, los republicanos centran sus esfuerzos en la administración electoral. Cuanto más riesgo perciben, más tentados están de subvertir las normas. Por eso es importante no dar excusas y evitar responder con la misma moneda, como ha hecho el gobernador de California en respuesta a la manipulación de las fronteras de los distritos en Texas para reducir el número de diputados del otro partido. Este tipo de respuesta es en primer lugar contraproducente dado el grado de concentración del voto demócrata y el número de estados que controlan. Pero sobre todo es institucionalmente suicida. Imitar al Partido Republicano blanquea su estrategia de manipulación institucional y socava las normas supuestamente a proteger. La tentación de estirar las reglas en nombre de la defensa del sistema es un fenómeno común en democracias en crisis que, como ocurrió en los años treinta, abre el campo a desafíos mayores.

De hecho, la evolución de los demócratas en las encuestas, sorprendentemente negativa a pesar del caos generado desde la administración, indica que es hora de ofrecer algo más. En lugar de golpearse el pecho imitando al gorila, los demócratas tienen más que ganar construyendo una estrategia que vuelva a hacerlos atractivos en sectores que situados fuera de los polos de innovación observan con escepticismo, cuando no hastío, la degeneración de la competición política y añoran un Estado que les proporcione servicios, futuro y estabilidad material. Va siendo hora.

lunes, 15 de septiembre de 2025

Unai Sordo: “Exigiremos un nuevo proyecto de ley, regularización del horario laboral y una explicación a la clase trabajadora”

 




















El secretario general de Comisiones Obreras ha afirmado que “si los partidos políticos ven que hay un coste electoral en oponerse a mejorar las condiciones de vida de la gente, cambiarán la posición”, respecto a la tramitación de la reducción de la jornada laboral en España.


Unas 5.000 personas se han unido esta tarde en Madrid frente al Congreso a las decenas de movilizaciones convocadas por Comisiones Obreras y la UGT para exigir la tramitación de la reducción de la jornada laboral. El secretario general de CCOO, Unai Sordo, ha participado en las concentraciones de Barcelona y Madrid, donde ha querido lanzar un mensaje de optimismo. “Hoy no asistimos a ninguna derrota sindical”, ha afirmado. 

Sordo ha advertido de que si se votan las enmiendas a la totalidad del proyecto de ley, desde CCOO se exigirá un nuevo proyecto y, además, regulación del tiempo de trabajo. Pero también “explicación en la calle, socialización del problema”. “Si los partidos políticos ven que hay un coste electoral y que hay un coste político en oponerse a mejorar las condiciones de vida de la gente, cambiarán la posición”, resaltó en relación a Junts y recordó que esto también ocurrió con el decreto ómnibus, la revalorización de las pensiones o la ley de Sanidad. “Lo que hoy es no, mañana es sí”, aseveró.

Acompañado de la secretaria general de CCOO Madrid, Paloma López, el secretario general de la UGT, Pepe Álvarez y la secretaria de Salud Laboral de UGT, Patricia Ruiz, Sordo ha explicado que “estamos aquí para que se note la fortaleza de los trabajadores y las trabajadoras y que sepan que hoy no finaliza nada”. “Hoy inicia un proceso que tendrá su repercusión y su continuidad hasta conseguir reducir los tiempos de trabajo para conseguir mejores condiciones laborales y una vida digna”, declaró.

Más de 12 millones de personas se beneficiarían de una reducción de jornada laboral de 2,5 horas, tal y como ha resaltado CCOO a lo largo de estas jornadas de movilización, que incluyeron un encierro de las Ejecutivas de Comisiones Obreras y UGT. 

“¿En qué cabeza cabe que en la España del 2025 siga rigiendo por ley la misma jornada laboral que en la España de 1983 cuando no existía Internet, cuando se calculaban las cuentas en las tiendas escribiendo a tiza en el mostrador? ¿Qué leches tiene que ver ese país con este país? El tiempo de trabajo se tiene que reducir para distribuir la riqueza y las ganancias de productividad a la mayoría social”, reclamaba el secretario general.

Para CCOO es este el debate de fondo: “la avaricia del peor empresariado español que tiene colonizada la mente del neoliberalismo fracasado, que representa al Partido Popular, que representa a Vox y que representa a Junts por mucho de modernos que vayan”, sentenció Unai Sordo.

“¿Por qué no quieren discutir? ¿Por qué no quieren debatir en sede parlamentaria? Porque están incómodos. La mayoría social está con nosotros, no con ellos; el 72% de los votantes de Junts están de acuerdo o muy de acuerdo con la reducción de jornada, los votantes del PP están también de acuerdo, hasta los votantes de Vox aspirarían a trabajar lo mismo que Santiago Abascal; más quisieran”, ironizó Sordo. 

“Nos parece absolutamente alucinante que los partidos políticos renuncien a debatir y, llegado el caso, a enmendar un proyecto de ley. Es de muy poca calidad democrática lo que ha pasado”, lamentó el secretario general. “Era el momento de reducir por ley la jornada laboral y estoy convencido que va a volver al Congreso de los Diputados. Vamos a movilizarnos para que así sea y vamos a pedir también que se mejoren de inmediato los sistemas de control horario”, concluyó el secretario general de CCOO tras la votación en el Congreso de los Diputados. 

En la misma línea se manifestó Paloma López, secretaria general de CCOO Madrid, que participó en la concentración. “Queremos menos horas para vivir mejor, queremos menos horas para poder tener una convivencia, una conciliación, para poder ir al ocio, para dormir la siesta, para lo que nos dé la gana, por eso queremos trabajar menos”, insistió.


lunes, 4 de agosto de 2025

Así se accede al empleo público en Europa: de escuelas para funcionarios en Italia a la variedad alemana

 España plantea un máster de dos años para la élite de la Administración, modelo parecido al que ya funciona en otros países vecinos


El Gobierno planteó la semana pasada un volantazo en el acceso al alto funcionariado, a los puestos de más responsabilidad y mejor retribuidos. En concreto, el Ministerio de Función Pública propone un cambio en la vía de entrada a las categoría A1 y A2, en las que se circunscriben los abogados del Estado, la carrera diplomática, conservadores de museos, los ingenieros geógrafos, inspectores de Hacienda...

El planteamiento del Gobierno es el siguiente: en vez de acceder con las oposiciones tradicionales, a esos puestos se entraría pasando en primer lugar por institutos y escuelas de la Administración, donde se cursaría un máster específico de dos años. Para acceder a ese máster habría una prueba de acceso, que solo superaría una parte de los aspirantes. Los que mejores notas lograsen cursarían esos estudios durante dos años y al final harían otro examen, el que decidiría quienes obtienen las plazas como funcionarios.

Esta propuesta ha despertado críticas de los colectivos de funcionarios superiores. Fedeca, la asociación de cuerpos de élite del Estado, cree que esta idea del Gobierno “no garantiza la igualdad, es más costosa y menos transparente” que el sistema actual.

Ese modelo, el que opera actualmente en España, se parece al de otros países europeos, y el que plantea Función Pública también tiene semejanzas con el que rige en estados vecinos. A continuación repasamos cómo se accede al funcionariado en algunos de esos países.

Unión Europea y Bélgica: al menos dos lenguas oficiales

En el conglomerado de las instituciones europeas trabajan más de 60.000 personas procedentes de los 27 países que componen la UE. Aunque hay diferentes categorías —desde personal permanente (funcionarios) a personal contractual para tareas específicas y el temporal, con contratos por hasta seis años— todos los candidatos deben cumplir varios requisitos básicos: ante todo, ser “apasionados” del proyecto de la Unión Europea y creer en sus valores (aunque el dinero y la seguridad sean grandes incentivos). Y, también, hablar “al menos” dos de las 24 lenguas oficiales de la UE. Para convertirse en funcionario de la UE, que tiene a su vez tres categorías (administradores, asistentes y secretarios o personal administrativo), los aspirantes deben someterse a un proceso de oposiciones regulado por la Oficina Europea de Selección de Personal (EPSO).

Una vez superados los exámenes, que van desde pruebas de habilidades de razonamiento a una “prueba de conocimientos de la UE” que puede llegar a ser extremadamente específica, los seleccionados pasan a engrosar una bolsa de trabajo, oficialmente denominada lista de reserva, desde la que pueden postular a diferentes puestos. Los salarios varían enormemente en función de la categoría, los méritos y la antigüedad, yendo de una base de 3.000 a 5.000 euros brutos mensuales hasta los más de 20.000 en las categorías más altas, de director general.

Para ser funcionario en Bélgica, se debe pasar un examen de selección organizado en función de los puestos, accesibles por otra parte según el nivel de estudios del candidato. El salario medio de un funcionario belga está entre los 2.500 y 4.000 euros brutos mensuales, con aumentos por antigüedad e indexación.

Italia: a la Escuela Nacional de Administración para ser directivo

En Italia el acceso al empleo público está regulado por el artículo 97 de la Constitución, que establece que el personal no directivo debe ser seleccionado mediante oposiciones y el directivo, a través de oposiciones y de cursos ofrecidos por la Escuela Nacional de Administración, con distintos requisitos de titulación y antigüedad.

En la actualidad, el país transalpino cuenta con algo más de tres millones y medio de funcionarios. De ellos, en torno a 6.000 son considerados altos funcionarios, de los cuales 400 son de primer nivel. Es decir, ocupan puestos en la cúpula de los ministerios, la Agencia Tributaria, la Seguridad Social, la Protección Civil, la Agencia Italiana del Medicamento o las Delegaciones del Gobierno. Se trata de altos cargos con responsabilidades estratégicas y de coordinación sobre un gran número de recursos humanos y financieros.

Al margen de los cargos de nombramiento directo como jueces de altos tribunales, delegados del Gobierno o directivos de autoridades independientes como la Oficina Anticorrupción, el resto de altos funcionarios deben realizar un curso de la Escuela Nacional de Administración de un año de duración, combinado con cuatro meses de prácticas en distintas oficinas públicas. Para acceder a este periodo de formación, deberán superar previamente una oposición.

Numerosos observadores han señalado que estos cursos son demasiado teóricos y que no sirven para evaluar suficientemente la capacidad real de liderazgo, la toma de decisiones bajo presión o la gestión de equipos complejos de los candidatos. El coste de este sistema y la desigualdad son también algunos de los puntos más criticados, ya que los funcionarios internos mantienen su salario durante el curso, mientras los candidatos externos deben pagar una cuota de 5.000 euros para participar, además de correr con los gastos de estancia durante el periodo de estudio. Además, las administraciones que envían a sus empleados a participar en la formación, deben afrontar costes de misión y costear convenios con la Escuela, una condición que se aprecia como un obstáculo para la igualdad de oportunidades.

Aunque el sistema se basa en el concurso público, son numerosas las denuncias por nombramientos a dedo o filtraciones internas que favorecen a candidatos con padrino político o contactos en la Escuela o los ministerios.

Francia: acceso por oposición y altos cargos a una escuela elitista

En Francia hay 5,7 millones de funcionarios, que representan alrededor del 20% del empleo total, según el último informe del Ministerio de la Función Pública publicado en 2024. Son 61.900 personas más que en 2022, un incremento que se justifica por el aumento de contrataciones en hospitales. Según el instituto nacional de estadística francés (Insee), desde 1997 el empleo público ha crecido un 23%, nueve puntos más que el avance de la población (14%), mientras que los trabajadores del sector privado han aumentado un 18%. Del total de funcionarios, el 45% pertenece a la administración del Estado, el 34% a los organismos territoriales y un 21% se emplea en los servicios públicos de salud.

El acceso es por oposición. Muchos de los altos cargos del Estado se forman en el Instituto Nacional de Servicio Público, la antigua ENA, la elitista escuela donde se han instruido muchos de los presidentes franceses, así como ministros. También se hacen contratos externos, sobre todo en la educación, cuando no se pueden cubrir todas las vacantes. Se reparte en tres categorías, A, B y C, que van en función de los estudios.

Para poder acceder a una plaza hay que tener nacionalidad francesa o ser europeo. En el primer caso es imprescindible para para los sectores considerados clave (Justicia, Interior, Defensa o Exteriores).

Reino Unido: sin la seguridad laboral del funcionario español

Los amantes de la política y del sentido del humor británicos recordarán la serie televisiva Yes Minister (Sí, ministro), en la década de los ochenta. El secretario permanente del ministerio, Sir Humphrey Appleby, es un personaje astuto y sibilino que maneja a su antojo al político de turno. Es la imagen por excelencia del llamado civil servant (servidor civil), la figura del trabajador de la administración obligado a ser políticamente imparcial, nombrado por el Servicio Civil Interior del Reino Unido, cuya tarea es dar apoyo —legal, burocrático o analítico— a los distintos ministerios, departamentos o agencias del Gobierno.

A diferencia del término “funcionario” o “empleado público” español, el servidor civil británico tiene una tarea mucho más definida que la de otros trabajadores del sector público como policías, maestros, médicos, enfermeros o miembros de las fuerzas armadas, a los que no se conoce con ese nombre. Con datos del pasado marzo, procedentes de la Oficina Nacional de Estadística, se cuentan actualmente en el Reino Unido un total de 516.455 servidores civiles. El Ministerio de Justicia, del que depende el departamento de Prisiones, y el Ministerio de Trabajo y Pensiones suman entre ambos casi un 30% de esa cifra.

Hay varios modos de acceder a esta carrera profesional. El más habitual es el programa de Vía Rápida de Aprendizaje del Servicio Civil: dos años de formación a los que pueden tener acceso los graduados escolares. El Civil Service Fast Stream, o Servicio Civil Acelerado, supone cuatro años de aprendizaje para los licenciados universitarios que aspiran a ocupar los escalafones más elevados de la carrera pública.

Como cualquier estructura de función pública, la británica tiene niveles jerárquicos que se pueden ascender a lo largo de la trayectoria profesional. Asistente administrativo, oficial ejecutivo, oficial ejecutivo senior, grado 6, grado 7 o servidor civil senior. Estos últimos incluyen los puestos de director, director general o secretario permanente, como Sir Humphrey, el personaje de la serie. En esos niveles, su papel es clave en las decisiones políticas y saltan de un Gobierno a otro, con colores políticos diferentes, heredados por el ministro entrante.

Bajo la legislación actual, solo los exministros, exsecretarios de Estado o altos funcionarios (servidores civiles del nivel de un secretario permanente) deben informar al regulador público de su salto al ámbito privado, ante posibles incompatibilidades durante los dos primeros años de la transición. Pero hay cientos de servidores civiles que han estado implicados en tareas de adquisición o licitación de servicios que pueden cambiar de trabajo a través de unas puertas giratorias muy poco controladas. Cada año se producen unos trescientos de estos saltos a la empresa privada.

Los servidores civiles no gozan de la seguridad laboral que tienen los funcionarios en España. Sus contratos son similares a los del ámbito privado: indefinidos, temporales, parciales o de obra. La capacidad del Gobierno de turno de prescindir de ellos es más amplia, pero también es cierto que su especialización les convierte en indispensables para cualquier ministro recién llegado, en muchos de los casos. Cuando el actual primer ministro, Keir Starmer, estaba aún en la oposición, pero tenía cada vez más claro que podía ser el nuevo inquilino de Downing Street, contrató como jefa de gabinete a Sue Gray, hasta entonces la segunda secretaria permanente del Gabinete (entonces bajo control de los conservadores). El fichaje causó un breve escándalo, por la supuesta imparcialidad política reclamada a los servidores civiles. Pero Starmer necesitaba desesperadamente la experiencia y conocimientos de una alta funcionaria como Gray, capaz de organizar desde el primer día un nuevo Gobierno para evitar sorpresas y fallos de recién llegado.

Alemania: tantos accesos como administraciones

A la imagen de su federalismo, Alemania no dispone de un sistema centralizado y único en la formación de los altos funcionarios. En cada ministerio y en cada nivel de la Administración, federal o estatal, las vías de formación y reclutamiento son distintas.

En un artículo comparando ambos países, Cornelia Woll, actual presidenta de la Hertie School, recordaba que, después de la II Guerra Mundial, las autoridades en la zona que ocupaba Francia en la Alemania derrotada fundaron en la ciudad de Speyer la Universidad de ciencias administrativas. La inspiración en Escuela Nacional de Administración (la ENA francesa), fundada poco antes, eran evidentes.

Pero, aunque Speyer, u otros centros como la Alta Escuela de la Federación para la Administración Pública con sede en Brühl, puedan guardar algún parecido con la ENA, ni ocupan el mismo lugar ni tienen la misma función. Para ser un alto funcionario alemán, las vías son plurales. Pasan por los estudios universitarios comunes. Y es exigible, según la página oficial del Ministerio de Interior, un nivel de máster o similar, aunque “resulta igualmente muy ventajoso acabar los estudios con un título de doctorado”. El título de doctor otorga en este paíd un estatus social particular y resulta muy habitual en los altos escalafones del sector público y privado.

En Alemania, país de 83 millones de habitantes, hay unos 5,3 millones de empleados de los servicios públicos en la Federación, los Estados federados o länder, los municipios y los organismos de la seguridad social. De estos, un 33,5% son funcionarios o jueces, un 63,4% empleados del servicio público y un 3,2% soldados profesionales.

Con información de Silvia Ayuso (Comisión Europea y Bélgica), Lorena Pacho (Italia), Raquel Villaécija (Francia), Rafa de Miguel (Reino Unido), Marc Bassets (Alemania) y Emilio Sánchez Hidalgo (España).

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